sábado, 30 de junio de 2007

CCCI ... Incuus "Oficina de reclutamiento"

semana: 22-6-2007
tema: El Rubicón
ganador: Incuus
título: Oficina de reclutamiento

Se levantó aquella mañana con la garganta seca y la cabeza llena de monstruos, como si hubiera pasado la noche entera bebiendo absenta de poeta maldito y fumando opio con el mismísimo Fu Manchú.
La ducha le supo a monzón vietnamita, con miles de ojos emboscado en alguna parte, tras los azulejos, o esperando con un cuchillo levantado tras la cortina, cimo en una película de Hitchcock. Cuando consiguió sobreponerse, apagó el grifo y se envolvió en la toalla.
Así, desnudo, cobró al fin conciencia de lo que estaba a punto de hacer. Todavía estaba a tiempo de echarse atrás. Aún podía arrebujar un par de pantalones y un par de camisas en una bolsa de deporte y marcharse lejos, a donde no lo pudiesen encontrar nunca. A África de cooperante, o a la India a atender leprosos, o a algún pueblo de Soria o de León, en lo más abrupto de las montañas, a plantar lechugas y cuidar vacas.
Pero no. ¿Qué diría Marisa? Seguramente nada: le llamaría tres o cuatro vece spor teléfono para tratar de convencerlo de regresara y luego iría espaciando las llamadas hasta convertirse en un fantasma en la agenda, como tantos otros amigos. No diría nada. Repondería a quien le preguntase que había cogido una depresión ys e había vuelto loco. Peor no lo seguiría. Seguro que no.
Si fuera con ella huiría. Pero sólo no.
Tenía que atreverse. Tenía que echarle coraje, vestirse, afeitarse y salir a la calle.
La cita era a las diez y todavía eran las nueve y veinte.
Había tiempo para huir. Había tiempo para intentar otra clase de vida.
Eso de que otra realidad es posible es una gran majadería, porque realidades no hay más que una. Pero siempre es cierto que las decisiones pueden construir otra realidad futura. Lo malo es que entonces la que deja de ser posible es la que ahora disfrutamos: con Marisa, con un trabajo que no está mal aunque se hagan diez horas diarias, con los amigos envidiándote por la suerte que tienes.
Recordar a sus amigos le había ayudado a seguir adelante. Se había vestido. Había conseguido incluso ponerse los zapatos. Los amigos sí, porque se puede renunciar al amor que uno despierta, pero no a la envidia que se consigue suscitar en los demás.
Pensó que sería bueno desayudar y se puso a preparar el café, pero luego pensó que ya estaba bastante nervioso y que lo que menos le convenía era un excitante. Tenía que presentarse allí con firmeza. No podía permitirse derrumbarse en el último momento.
Si iba a huir, tenía que ser ahora.
Cogió las llaves del coche y bajó al garaje. Al salir a la calle, dudó si dirigirse hacia la izquierda y marchar directamente al aeropuerto o hacia la izquierda.
Al final, eligió la izquierda. Cumpliría con su deber. Aunque llevase la tarjeta encima y tuviese saldo en la cuenta para aguantar cinco o seis meses, el tiempo suficiente para buscar otro trabajo o cualquier ocupación en otro lado.
Cumpliría con su deber.
Por el camino le pitaron varios coches reclamándole que pusiera atención. Estaba decidido, pero el pánico le atenazaba el estómago, ofuscándole la mirada.
Calma. Se impuso calma. O Catatonia.
En veinte minutos, llegó a su destino. Era un edificio del centro, acristalado, con aspecto de academia o antigua sastrería. Con aspecto pacífico y cordial incluso. Entró en la oficina, saludó a los que le esperaban, y pronunciando las palabras justas, sólo las justas para no delatar su pánico, estampó su firma donde le pedían.
Ya era suyo el piso. Cincuenta y cinco metros, trastero y plaza de garaje. Y una hipoteca a cuarenta años. Mibor más cero treinta. Difícil de mejorar.
Ya estaba hecho. Ya era un soldado más del sietma.
Ahora, rodar o morir.

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