viernes, 16 de marzo de 2007

CCLXXIX... Chesterton.- La impertinencia

semana: 19-1-2007
tema: Homenje a John Barth: La ópera flotante
ganador: Chesterton
título: La impertinencia.


En el antepalco la mano enguantada de Irina, en un acto inconsciente e irresponsable, deja caer los impertinentes. La luz de las monstruosas arañas colgantes, tenues, apaciguadas durante la actuación, se refleja levemente en las lentes -en vertiginoso descenso- y lanza destellos arbitrarios entre el concentrado público. Los elegidos no se perturban, centrados en la escala de notas esculpidas por la diva, descomunal, brillante, altiva. Es después -en el intervalo inmediato- cuando, con movimiento unánime, el auditorio gira la cabeza hacia el lugar de donde procede el estrépito, el casi mudo estruendo, un ruido seco, de metal rebotado, amortiguado por la encarnada moqueta. Como un resorte, los centenares de ojos, tras el rápido castigo de miradas reprobadoras, vuelve a la fuente de la que manan decididas las lacónicas y deliciosas notas.
En el segundo acto, después de varios bostezos, Irina -en impúdica postura- sube un pie al antepalco repujado en pan de oro, alza los brazos en cruz y, sin reparo, flota por encima de las severas cabezas deleitadas y abstraídas en las cadencias hipnóticas y agudas. Irina se eleva hasta el techo engalanado con un gran fresco que representa los gomosos y exagerados cuerpos de Acis y Galatea, para caer en picado hasta los tan necesarios impertinentes, delatores de bostezos y fingimientos, de miradas pecaminosas y lascivias encubiertas. Con el trofeo en el puente de su nariz, regresa a su lugar, orgullosa en el porte, ajena a la tempestad que acaba de desatar.
El público, enojado ante tamaña falta de respeto y decoro, detiene la función; la diva, sumisa ahora, enflaquecida en su altivez, calla, dejando las notas rebotar contra el suelo y volver a su boca, inflando el cuerpo de dorremis fasoles a la espera de reemprender la marcha incesante y armoniosa hasta las cavidades de los oídos forasteros que la escuchaban absortos.
Pero es necesaria la lección moralizante, los pequeños desmanes, si tolerados, se convertirían en revoluciones desastrosas y de consecuencias imprevisibles. El auditorio, al compás, se incorpora en sus butacas, dejando tras sus suelas una hendidura marcada por un vergonzoso rastro de mugre sobre el impoluto terciopelo que con altruismo los cobijaba en su regazo y -con leve impulso- se elevan y arremolinan pamelas y chisteras, sin estridencias, en vaporoso movimiento. Suspendida, la masa se agolpa frente al antepalco culpable y a escasos centímetros del rostro de la mujer responsable de la atroz descortesía, como un gran monstruo de quinientas cabezas, frunce el ceño y regaña con el índice censor, centenares de manos alzando el implacable juez de las falanges erectas, oscilante, riguroso, brutal. Irina, aterrorizada, no tiene más campo de visión que entrecejos convexos, ojos encendidos de furia y pendulares dedos. Se ahoga en su lividez y la masa reacciona. La masa comprende. La masa es compasiva y perdona. Se posan de nuevo con suavidad, como copos de nieve, en los mancillados sillones.
Un do prolongado, de precisión impecable, vacía el hinchadísimo cuerpo de la soprano quien, como diez elefantes, había cubierto cada gota de aire del gigantesco y ampuloso escenario con la redondez excesiva de su cuerpo inflado de notas. Ese do es preludio y anuncio del regreso a la melodía suspendida, retoma su viaje en cadencias hipnóticas, destellos sonoros, embaucadora de ilusos, letargo de esperanzas pero, al fin y al cabo, deparadora de alegrías sedativas a nuestro pueblo y su gobierno. Irina, el público, los impertinentes -olvidado el delito- se regocijan en la tempestad acústica y mientras unos se dejan llevar por sus sueños, otros escudriñan los sueños ajenos buscando la falta, la grieta, la herida. Las notas, libres ahora, no descansan en su frenesí viajero, liberadas de su medio, la cuerda vocal, vagan despertando los tedios.

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