miércoles, 28 de marzo de 2007

CCXXXIV... Maldoror.- Güelita Victoriana

semana: 23-2-07
tema: gigantes
ganador: Maldoror
título: Güelita Victoriana


Victoriana tiene 92 años y baja cada día, si el tiempo y la artrosis se lo permiten, al muelle de su ciudad. Una vez allí, sale de su boca medio dentada una maldición agradecida:
- Gracias, hija de puta.
Victoriana lleva jubilada casi treinta años. Dedicó cuarenta y siete a estibar barcos. Pasaron sobre sus espaldas sacos de carbón, de café, de maíz ... Si se pudiesen contar las toneladas que soportaron las piernas de Victoriana las matemáticas se convertirían en cuentos de magia y fantasía.
Es todo un carácter Victoriana. Hoy, apoyada en su cachava, ve estibar a los pocos hombres que trabajan en el muelle con una mezcla de asombro, envidia y desprecio. Ve como las cintas sin-fin penetran en los vientres oscuros de los cargueros y salen los sacos en ordenadas filas hasta lo alto de los camiones de carga o los vagones del tren. Ve como la cuchara de la grúa engulle cientos de kilos de granel en cada bocado y los deposita con delicadeza de monstruo dulce en las tolvas de carga. Nunca se le olvidará la primera vez que vio funcionar la grúa y como el encargado del manejo la invito a la cabina a ver las maniobras:
- A la mierda el trabajo de los hombres – dijo Victoriana – a partir de ahora trabajarán ellas.
Dos años después de jubilarse, Victoriana ingreso en un hospital traumatológico para operarse de las piernas. La primera vez que fue al médico, en toda su vida, éste no pudo creerse lo que revelaban las radiografías. Los huesos de las rodillas eran un puzzle imposible que hacían del simple hecho de caminar un calvario que ella aguantaba sin apenas quejarse. La sustitución de las rotulas por unas prótesis y el posterior post-operatorio la tuvieron nueve meses atada a la cama.
- Niño, llévame al muelle – me dijo cuando fui a recogerla con el coche el día que le dieron el alta.
- Gracias, hija de puta – dijo en voz baja cuando aparque al lado de un ro-ro de coches.
- ¿Y eso abuela?
- Nada, cosas mías. Vamonos a casa.
Victoriana tiene el corazón salado más dulce de toda la ciudad. Incapaz de dar un beso o dedicarte una palabra amable, metía horas de carga en los almacenes del muelle para comprarnos coca-colas y chocolate de estraperlo del que traían los marinos del otro lado de la mar. Una gigante de ciento cincuenta y cinco centímetros subiendo los cuatro pisos sin ascensor con la cara seria y las manos cargadas de tesoros dulces.
Todavía hay hombres en el muelle, casi niños cuando ella se jubiló, que cuando la ven llegar se acercan a darle dos besos. Jamás los devuelve. Ellos, grandes como castillos al lado de Victoriana, fingen no ver la humedad de sus ojos.
Agua salada y contenida. Con dos cojones.

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